Néstor Kirchner, primer ministro
Reynaldo Sietecase
Néstor Kirchner habla, se mueve, desafía, se ríe, reprende a los periodistas, se permite ironías, cuestiona a los opositores, da instrucciones, saluda con un beso, convoca a los argentinos, como si fuese un primer Ministro. Sabe que representa el poder real. Éste es uno de los problemas centrales de la actual crisis política: el poder real no coincide plenamente con el poder formal. Cristina Fernández es beneficiaria y víctima de esa dicotomía. Pero en ese orden: beneficiaria y víctima. Cada intervención del patagónico apuntala y desgasta la imagen de la Presidenta de la Nación con idéntico rigor. Desde el nacimiento del mandato, Néstor hizo exactamente lo contrario a lo planteado por su mujer en 2003. Ella, por entonces una dirigente reconocida y de alta exposición mediática, guardó silencio y se dedicó a acompañar la gestión de su marido en un discreto segundo plano. Él, en cambio, eligió el perfil alto. Arrancó fustigando a los Estados Unidos por el escándalo judicial de la valija repleta de dólares que, según una denuncia, llegó desde Venezuela con destino de campaña electoral. Y luego se ofreció de mediador para la fallida liberación de los rehenes de las FARC. Cuando decidió que el Partido Justicialista sería la herramienta desde donde seguiría desplegando sus estrategias políticas, la agenda diaria de Néstor siempre fue más nutrida y contundente que la de su esposa. Por la oficina de Puerto Madero pasaron ministros, gobernadores, senadores, sindicalistas y empresarios. Mientras tanto, la Presidenta ejecutaba actos protocolares. A pesar del temor reverencial que despierta el ex presidente, los colaboradores de Cristina dejaban trascender su desagrado, aunque aclaraban: “Entre ellos no hay ningún problema”. Después vino la etapa del PJ. El hombre que había anunciado la sumisión del partido fundado por Perón a un Frente Progresista terminó por apelar a la vieja y eficiente maquinaria electoral. Desde allí terminó de sepultar los sueños de transversalidad primero y de la Concertación Plural después. Desde esa plataforma, apeló a una suerte de trotskismo vernáculo, llevando al gobierno de su esposa a la confrontación permanente. “Si hay dos modelos de país, lo mejor es que se enfrenten”, suele decir. Aunque no formaban parte del vocabulario de la Presidenta, las consignas de guerra de su esposo se fueron imponiendo: esta lucha es a matar o morir. Rendición incondicional. Quieren un golpe de Estado. Son la derecha reaccionaria. Los quiero de rodillas. Retroceder sería una catástrofe, un signo de debilidad.Curioso. Si bien es sabido que Néstor no cree en el diálogo ni en la generación de consensos para la toma de decisiones, en su primer gobierno no confrontó con los grandes grupos mediáticos. Todo lo contrario: favoreció su concentración y pactó favores a cambio de pauta oficial con dos o tres empresarios. Con su esposa en la Casa Rosada, decidió la pelea. Como con la acertada política de Derechos Humanos o con el proceso de quita de la deuda externa, ojalá la batalla permita la aprobación de una nueva Ley de Radiodifusión. No importa si nace empujada por el fragor de un conflicto de poder. Otra rareza. En su primer mandato, varias veces, el ex presidente volvió atrás con alguna medida. La más notable fue la desencadenada por su apoyo a la pretensión de Carlos Rovira de modificar la Constitución de Misiones para habilitar su reelección indefinida. Derrotado el gobernador por un ex obispo, el entonces presidente ordenó que se archivaran todos los proyectos reeleccionistas. Y más: bajó la reelección de Felipe Solá en Buenos Aires. La movida no hizo ninguna mella en su gobierno. Meses después, su esposa ganaba la elección nacional con comodidad. Pero en el conflicto con el campo, que nace de una necesidad cierta –parar el monocultivo y evitar aumentos en los precios de los alimentos para consumo interno–, apostó a persistir en el error que lanzó el fugaz ministro Martín Lousteau. Según muchas encuestas, el mayor costo lo pagó la imagen y la credibilidad de la Presidenta. Néstor Kirchner habla y se mueve como si fuese un primer ministro. Dice que es un soldado que acompaña y defiende, pero se siente un general en operaciones. Es el poder real. Más de medio gabinete le reporta directamente. A algunos funcionarios los llama una decena de veces por día. Los gobernadores le piden permiso. Los legisladores no se mueven sin su aval. El Banco Central le manda informes diarios. Desde el INDEC lo consultan. Los piqueteros se agitan con sus gestos. Si el sueño del gobernador de Santa Fe, Hermes Binner, fuese posible de manera inmediata (avanzar con una reforma constitucional hacia un formato parlamentario), Néstor Kirchner tendría que ser Primer Ministro. Mientras tanto, para evitar confusiones, para ahorrarle a Cristina y al país mayores costos, el ex presidente debería ocupar un lugar destacado en el gabinete nacional.